Por Robert Steuckers (Traducción de Carlos X. Blanco)
Ensayo
La idea imperial en Europa
En un momento en que "soberanistas" o nacionalistas y los europeístas (todas las tendencias confundidas) se oponen en interminables disputas en las redes sociales, me parece bien recordar la génesis de la idea imperial europea de la que soy, idiosincrásicamente, tributario.Como nativo de Flandes por línea materna, de Güeldres, del Limburgo histórico, y del Condado de Looz (en el Principado de Lieja) por linaje paterno, nativo de Brabante, necesariamente provengo de una identidad política imperial, por lo tanto europea, combinando las tradiciones borgoñonas (las cuales son "francesas" de origen, a pesar de todo lo que podrían argumentar de los soberanistas atrabiliarios en el Hexágono ...), imperiales romano-germánicas (e incluso pipínidas-austriasanas), habsburguesas- imperiales de Germania e Hispania.
La Borgoña del siglo XV fue una época de oro para nosotros, con el nacimiento de una cultura musical sublime, un arte de vida refinado, una alta gama en cuanto a estilo militar (con la Orden del Toisón de Oro y las Bandes d’Ordonnance de los Países Bajos). Tendrá que llegar la tercera década del siglo XX para poder recuperarse el nivel de confort general en la vida cotidiana que disfrutamos bajo el gran duque Felipe el Bueno. Maximiliano I, hijo del emperador Federico III y pronto él mismo poseedor de la dignidad imperial, combina la herencia borgoñona e imperial-Habsburgo con su matrimonio con María de Borgoña, hija de Carlos el Audaz, llamado " el temerario ", caído bajo los muros de Nancy en enero de 1477. El hijo de este matrimonio, impulsado por la voluntad y la clarividencia geopolítica de Margarita de York, viuda del " temerario" y brillante espíritu estratégico y diplomático, es Felipe el Hermoso de Borgoña. Se casó con la hija de los reyes católicos de Aragón y Castilla, sellando lo que el historiador de las Ardenas Luc Hommel llama la "Gran alianza". Carlos V, figura trágica, katechon que no pudo cumplir su misión, es el desafortunado heredero de estos tres legados. Nos deja un testamento político europeo al cual cualquier ciudadano del actual Estado belga, de la España eterna, de Alemania, martirizada por una Reforma que solo le trajo decepciones, lágrimas o locuras, del Milanesado, Austria, Croacia y Hungría (que guarda el honor en nuestros tiempos difíciles...), al cual, en fin, todos ellos deben ser fieles, con vistas a no ser un vector de decadencia y un consumista zombi, como dijo Dominique Venner en su libro El siglo 1914.
Pero este imperio, en el contexto actual de una Europa fuera de la carrera en el gran juego de las confrontaciones geopolíticas globales, ¿qué debe ser? ¿Cuáles son sus raíces intelectuales? ¿Quiénes los profetas olvidados? Primero recordemos la definición dada por el historiador español Daniel Miguel López Rodríguez: "El Imperio se basa en los Estados que ya están subidos en la silla de montar para dirigirlos hacia un fin común que los justifique de acuerdo con una coordinación determinada también en común (...) El Imperio es un sistema de Estados gobernados por un estándar común, fijado por una parte de este sistema, un estado que será el hegemon". Sin que este estado hegemónico provea necesariamente todos los cuadros del Imperio: en la época de Carlos V, gobernaban los valones o los miembros del franco-condado en España; Nicolas Perrenot de Granvelle, de una modesta línea común de herreros del condado será el Canciller del Emperador; el duque de Alba, vasco, y el condestable de Borbón, francés, comandarán el ejército imperial alemán, como Götz von Berlichingen u otros capitanes germánicos, etc. Esta solidaridad y fraternidad de armas entre los pueblos del Imperio continuará hasta el final de la Guerra de Sucesión Española. El reclutamiento de nobles flamencos o valones para el ejército español cesará solo en 1823, cuando el dinero de las minas americanas no llegue a la metrópoli en abundancia después de la independencia de las naciones criollas. El artesiano [gentilicio del Artois], nativo de Arras, Charles Bonaventure de Longueval, conde Bucquoy, comandará los tercios españoles como regimientos imperiales en las terribles guerras de las dos primeras décadas del siglo XVII . Henry y John O'Neill comandarán las tropas reclutadas en el Green Eirinn. El luxemburgués Jean de Beck comanda en Rocroy los tercios alemanes y luego será herido de muerte en la Batalla de Lens. En el siglo XVII, Georges Prosper de Verboom de Bruselas dirigió escuelas de ingeniería militar en Bruselas y luego en España. Un retrato de este distinguido oficial cuelga en una sala del Alcázar de Toledo, convertido ahora en el museo militar del Reino de España. En 1814, de nuevo, el flamenco Juan Van Halen y Sarti se hizo cargo de la fortaleza de Lleida gracias a una atrevida estratagema.
Para López Rodríguez, que piensa en términos del siglo XX y no en la memoria de Carlos V o el antiguo imperio español, se debe distinguir " imperios depredadores" e imperios "generadores", o, en otras palabras, entre el imperialismo e imperialidades [impérialités]. El imperialismo no tiene la voluntad de incorporar; se ve animado por una "isología", lo que lleva a la asimetría entre las colonias y la metrópoli o entre los poderes reducidos al estado de " subalternidad" al hegemon . La imperialidad, por otro lado, está dispuesta a incorporar a todas las partes a través de una sinalogía que conecta los componentes a pesar de sus diferentes desarrollos civilizacionales o económicos al permitir la circulación de bienes materiales y no biológicos. El hegemon, en la lógica imperial, sirve a todos y eleva a los pueblos al escenario político, los saca de la depresión del apolitismo. El imperialismo, por su parte, mantiene a los pueblos en sujeción e impide cualquier desarrollo endógeno en sus periferias, justo como lo hizo el Imperio Británico en la India, tierra de civilizaciones antiguas, o en Irlanda, una tierra de cultura que había traído el saber de la antigüedad a Europa mientras que nunca había sido sometida a las águilas romanas. Carlos V, en una serie de instrucciones que envía desde Augsburgo a su hijo, el futuro Felipe II, el 18 de enero de 1548, insiste en que los amerindios sean tratados adecuadamente, en la justicia, para que permanezcan fieles a su rey español y participar de este modo en la sinergia planetaria que su monarquía universal tiene la intención de promover.
Afirmar el principio del Imperio presupone que la situación política existente es problemática, inestable, precaria y peligrosa, como lo fue, de hecho, en la época de Carlos V. Nadie mejor que Andrés Laguna (1510 ? o 1511 ? -1559) esbozó la situación en ese momento. Nativo de Segovia, médico, farmacólogo y botánico, también era helenista y latinista porque quería estudiar en el texto la obra del antiguo Dioscórides griego, botánico de la época de Nerón (entre los años 40 y 90 de la Era Cristiana), y del que también se pensaba que era un cirujano en las legiones romanas. Laguna se convertirá en el médico personal de Carlos V y luego del futuro rey Felipe II, antes de que Vesalio tome el relevo. Entre 1540 y 1545, Laguna es el médico oficial de la ciudad imperial de Metz en Lorena. Es discípulo de Erasmo de Rotterdam, autor en 1517, cuando fue consejero en la Corte de Borgoña en Lovaina y Malinas, de una obra titulada Querela Pacis, de la cual podemos identificar dos ideas principales: la Iglesia no tiene que intervenir en los asuntos militares del Imperio y los Príncipes de Europa deben poner fin a sus incesantes peleas porque implica la implosión del cristianismo; según Erasmo, la cristiandad es aquí la ecumene de los pueblos europeos. Por lo tanto, Erasmo abogó por una autonomía de lo militar y por una concordia interior frente al enemigo otomano que estaba peligrosamente apuntando en el horizonte ya que acababa de apoderarse de Siria, Palestina y Egipto, castigando atrozmente la resistencia de los mamelucos a la que se le infligió un terrible baño de sangre. En 1543, Andrés Laguna pidió permiso para ir a la ciudad de Metz a Colonia para dar un discurso titulado Europa heautentimorumene o, en español "Europa se está infligiendo tormentos a sí misma". El historiador francés Joseph Pérez, especialista en España del siglo XVI y autor de un libro de referencia sobre el reinado de Carlos V, tuvo el mérito de mostrar la importancia de este discurso en Colonia pronunciado por el botánico castellano, en la fecha del 22 de enero de 1543. Laguna comenzó deplorando la miserable y desastrosa situación de la Europa de su época, debida a la incompetencia de los príncipes cristianos que tienen la tarea de defenderla. En lugar de concentrar sus esfuerzos en bloquear el camino para el enemigo común (que Laguna no llama por su nombre), se involucran en guerras intrusivas y calamitosas entre sí. Hasta ahora solo hemos mencionado ideas ya presentes in nuce en Erasmo. La gran diferencia entre el discurso de Laguna y las tesis de Erasmo, expresadas en Querela Pacis en 1517, por un lado, y los escritos de Carlos V, por el otro, es que ya no habla, como el humanista de Rotterdam y el Emperador, de la cristiandad o de la Respublica Christiana sino de Europa. Laguna es muy consciente de que la "república cristiana" no existe desde el surgimiento de la Reforma, desde que Lutero expuso sus tesis en 1517, el mismo año en que Egipto cayó bajo el dominio otomano. La república cristiana moribunda está atrapada entre un enemigo externo que se ha vuelto extremadamente poderoso y las disensiones internas que dislocan su cohesión.
El contenido del discurso de Laguna y el tándem Adriano VI / Carlos V hacen que el cristianismo ya no sea solo concebido como una realidad cultural y espiritual, unida por la fe, sino también como una realidad política y geopolítica, que postula, escribe Pérez, una " acción coordinada " permanente en el contexto de una confederación, homogénea a nivel confesional, bajo los auspicios del Emperador, con un doble objetivo: asegurar la paz interna (política y religiosa) y luchar contra los otomanos y sus aliados externos. Carlos V no logrará estos dos objetivos. Europa no estará unida espiritualmente, y nunca se tomará una acción realmente coordinada para romper definitivamente las riendas con las potencias no europeas, que se basan en otros principios espirituales, o de otro tipo y que están animadas por impulsos geopolíticos desde sus matrices territoriales turcas, semíticas u otras.
El tándem Papa/Emperador, en la tercera década del siglo XVI previsto para terminar con la desastrosa y vieja disputa medieval entre el poder espiritual y temporal en Europa, por desgracia, no duró mucho. Adriano VI muere en 1523, cediendo la Santa Sede a Julio de Médicis, quien reinará bajo el nombre de Clemente VII. Este Papa italiano no acepta la posición erasmiana de Adriano VI y Carlos V, quienes trajeron la austeridad a Roma y planearon perfeccionar las reformas en la Iglesia para apaciguar la furia de los luteranos y otras sectas protestantes. Entonces, Clemente VII, un hombre aquejado de miopía, no quiere renunciar a la soberanía de sus estados pontificios en aras del bien común del ecumene euro-cristiano, una soberanía que pretende extender a toda la península italiana, comenzando por la milanesa y el reino de Nápoles, del que quiere expulsar a los alemanes y españoles, fieles al emperador. Para contar con el apoyo de Francisco I, rey de Francia a quien Adriano VI había amenazado con excomulgar, el Papa, el pequeño nacionalista Clemente VII, firma el 22 de mayo de 1526 acuerdos que la historia mantendrá bajo el nombre de "Liga de Cognac". Los actores se habían unido a sus esfuerzos en un proyecto calamitoso, cuyos efectos nocivos pronto se sentirían. De hecho, poco más de tres meses después de la firma de estos acuerdos, el 29 de agosto de 1526, los otomanos aplastan a los húngaros en Mohacs y, por lo tanto, se acercan peligrosamente a las fronteras italianas del noreste. El desastre húngaro de Mohacs es la enésima prueba de que los esfuerzos de los enemigos de Carlos V están marcados con el signo de una incompetencia política inefable y que llevan, durante siglos y siglos, el infame sello de la traición pura y simple. La muy inquietante resaca de nuestra historia actual cae bajo su responsabilidad.
Alfonso de Valdès (1490-1532) fue un discípulo español de Mercurino Arborio Gattinara (1465-1530), piamontés al servicio de España, inspirado en las doctrinas de Erasmo. Valdés desarrollará la teoría de la hegemonía imperial. Nacido en Cuenca, Castilla la Nueva, con el apoyo de Gattinara, había difundido las ideas de Erasmo en su tierra natal. Cuando las conspiraciones de Clemente VII y Francisco I llevaron al emperador a ordenar a sus tropas, comandadas por el Condestable de Borbón, a marchar sobre Roma, Valdés, que ya había intrigado contra este pontífice irresponsable, defendió la decisión de Carlos V. Para Valdés, el Papa se comporta como un impío y un villano, celoso de sus escasas prerrogativas, imbuido de su persona que posee un microestado con poca importancia estratégica. Valdés informa a los cardenales y propone un Consejo para deponer a este Papa irresponsable, recordando que la función pontificia es garantizar una pastoral espiritual y no forjar alianzas implacables contra el Emperador quien era el que dirigía el reducido espacio geográfico que el cristianismo pierde el territorio de Hungría (tras la derrota de Mohacs). El 17 de septiembre de 1526, Carlos V respondió al Papa con "Memorial de Granada" donde se dice expressis verbis que el obispo de Roma " no habla como un cristiano y que su lenguaje debe ser corregido por el Emperador y el Concilio (que Valdés exigió) ".
El ejército del Condestable se encarga de la "corrección ": 18.000 alemanes (¡en su mayoría luteranos!), 10.000 españoles, 6.000 italianos, 5.000 suizos, 500 católicos albaneses y otros 6.000 soldados de infantería y jinetes se están moviendo hacia el sur. El 5 de mayo de 1527, las puertas de Roma se abrieron al ejército imperial. La ciudad es saqueada de arriba a abajo. Los lansquenetes la dejan solo el 16 de febrero de 1528, cargados de botín. Alfonso de Valdés justifica la empresa y el castigo infligido a la Ciudad Eterna: el Saco de Roma procede de la voluntad de Dios; Carlos V no es responsable de ello. La única responsabilidad de esto es la corrupta jerarquía eclesiástica que insultó al pobre Adriano VI, después de haber despertado la ira de Lutero, el culpable de la ruptura religiosa en Europa. El Papa, agrega Valdés, no ha hecho su trabajo, que es promover la hermandad de los pueblos cristianos, y también del Imperio como la institución suprema. Y un objetivo que Carlos V juró continuar hasta su último aliento. Incluso después de la muerte del monarca, a quien algunos humanistas erasmianos compararon con Hércules, su hijo Felipe II, a pesar de ser considerado el campeón incorruptible de un catolicismo de los más intransigentes, tratará con los papas ferozmente hostiles a España y al Imperio y con Francia, aliada ella misma con los otomanos. En retrospectiva, se puede argumentar que los Papas ambiciosos y corruptos permitieron que el Imperio Otomano permaneciera en los Balcanes, en la llanura húngara y en el Mediterráneo oriental, en detrimento de la civilización europea en su conjunto. Percibir a Carlos el Padre y a Felipe el Hijo como campeones incondicionales del catolicismo porque ambos lucharon contra la Reforma Luterana y las exacciones calvinistas en los Países Bajos, es una visión truncada: Clemente VII no fue el único que puso un palo en las ruedas del proyecto imperial europeo; en 1555, año de la abdicación de Carlos V, el cardenal Caraffa, antiguo enemigo del emperador, se convirtió en Papa bajo el nombre de Pablo IV. Se apresura a aliarse con Enrique II, el cómplice de los otomanos. Estos arrasan la costa de Calabria en 1558, sin que el Papa se preocupe porque su enemigo es el piadoso Felipe II y este último es el rey de Nápoles, por lo tanto, soberano de la pobre Calabria martirizada. El duque de Alba, entonces gobernador de Nápoles, marcha hacia Roma. El duque de Guisa, al frente del ejército francés, acude en ayuda del pontífice romano, pero se le llama a Francia, donde se produce una guerra civil entre las facciones religiosas católicas y hugonotes. El duque de Alba vuelve a estar frente a Roma y el Papa debe reconsiderar las cosas. Lo vemos claramente: para la historia del siglo XVI, la ecuación "Imperio = catolicismo" no es apropiada.
Carlos V dejó, en el momento de su abdicación en 1555, un testamento destinado a quienes, en la posteridad, estarían a cargo de los territorios de su imperio. Si la misión que se impuso indudablemente fracasó después de los fracasos sucesivos de la década de 1540 y especialmente de aquellos, peores aún, el desastroso año 1552 (cuando debe entregar los Tres Obispados de Lorena al sucesor de Francisco I), su hijo Felipe II, siguiendo el consejo de su padre, de vivir en austeridad y apostar por todos los conocimientos útiles para la política, perfilará un "gran diseño" imperial para España, separado esta vez de las posesiones germánicas de los Habsburgo de Austria pero manteniendo los Países Bajos, territorio que pronto se dividió en un norte calvinista (y no luterano) y un Sur, devastado, privado de sus élites, pero fiel al catolicismo y a ambos imperios, el español y el germánico. Carlos V había estado demasiado apegado a la etiqueta caballeresca de la vieja Borgoña por su bisabuelo Felipe el Bueno y su abuelo Carlos el Audaz. Su visión del Imperio era dinástica y, por lo tanto, no acorde con los imperativos de la época. Fue mediante soluciones dinásticas que el Emperador intentó derrotar a sus enemigos franceses. Nadie, en un momento en que era necesario organizar Estados unidos por continuidades territoriales sin enclaves y exclaves, más homogéneos en cualquier caso que el mosaico alemán del Sacro Imperio Romano, aún no podía razonar en términos dinásticos. Felipe II, desde su magnífico y austero palacio del Escorial, a unos treinta kilómetros de Madrid, manejará de manera más metódica su política, que tendrá que enfrentar la hostilidad de Francia, la de las provincias se que convertirán en calvinistas dentro de los Países Bajos, y la de los ingleses de Isabel I, los berberiscos y los otomanos en las dos cuencas del Mediterráneo, al tiempo que consolidan las bases perpetuamente asediadas de su Imperio en América, en el Atlántico y en Filipinas. El Imperio es, de hecho, global y requiere que el monarca trabaje duro y de forma constante en una atmósfera casi monástica, como lo recomienda Carlos V en sus instrucciones a su hijo. Carlos V era un guerrero siempre a caballo, arriba y abajo, a menudo seducido por las damas, glotón que no hacía nada para curar su gota; durante esta existencia agotadora, solo animado por algunos placeres de la carne y la mesa, tuvo poco tiempo para reflexionar: solamente los últimos años de su vida solitaria en Yuste, en España, le permitirán dedicarse diariamente a lecturas académicas.
El rigor de Felipe II da a luz y consolida la famosa "leyenda negra" propagada contra España, país que queda dibujado como el hogar de lo peor del oscurantismo: desde los Papas antiimperiales hasta los calvinistas holandeses, desde los partidarios de Cromwell a los servicios de Richelieu, la "leyenda negra" se venderá incansablemente, hasta hoy. El libro reciente del historiador inglés Jerry Brotton, Esta Isla de Oriente. Inglaterra isabelina y el mundo islámico es un buen ejemplo de la política antiespañola y, por lo tanto, antieuropea de la Inglaterra isabelina, que está formando relaciones con todas las potencias. Los musulmanes berberiscos, otomanos e incluso persas rompen la espalda de su oponente hispano y católico, sin dudar en aliarse con piratas, saqueadores y esclavistas. Brotton detalla las fuentes de una alianza entre el protestantismo británico y el Islam, alianza nacida en el siglo XVI y continuada hasta la actualidad. Son extraordinarios los aventureros, viajeros, comerciantes ingleses que viajaron a los países musulmanes para conseguir aliados para su reina, quienes, con una implacabilidad patológica, buscaron vengar a su madre Ana Bolena, decapitada por instigación del partido católico, furioso por el derrocamiento de la reina Catalina de Aragón, primera esposa de su padre Enrique VIII Tudor y madre de la efímera reina María Tudor, esposa de Felipe II (quien fue rey de Inglaterra desde 1554 hasta 1558). Elizabeth I se hizo cargo de María Tudor, consagrando así la victoria de los campos protestantes y anglicanos en las Islas Británicas.
A la muerte de Felipe II, su hijo, Felipe III, de naturaleza débil y salud frágil, deja a los favoritos la tarea de gobernar España y sus dependencias en su lugar. Sin embargo, estos hombres debilitados defenderán el legado difícil y mantendrá las posesiones españolas en todo el mundo. El reinado de Felipe III fue el escenario de una guerra mundial entre el campo protestante, principalmente angloholandés, y el campo católico. Los enfrentamientos no solo tuvieron lugar en los Países Bajos sino también en América del Sur, donde los Andes han entrado en una larga rebelión y en donde el Cono Sur es acosado por los marinos holandeses. En Italia, los franceses se unen a los reformados en un intento de arrebatar el reino de Nápoles a Felipe III. Los holandeses atacan a Manila en el Pacífico. El centro del océano Atlántico es el escenario de formidables batallas navales y los piratas berberiscos del norte de África reanudan sus incursiones en el Mediterráneo occidental. En 1602, la guerra volvió a encenderse en las Molucas en la bisagra del Océano Índico y el Pacífico, mientras que se luchó duro para controlar la Bahía de Bengala. En 1603, los españoles se enfrentan a los piratas del Caribe, luchan contra la costa holandesa, defienden Ceilán y contrarrestan las amenazas musulmanas en el Golfo Pérsico. En 1604, los holandeses atacaron Ostende, los hispano-portugueses intentaron tomar Etiopía, llevando la guerra al continente africano. Luchan en el Egeo, vencen a los holandeses frente a Macao contra la costa china, hacen la guerra a los mapuches en Chile y expulsan a los franceses de Brasil. Un año después, son los vencedores en Birmania, ceden en las Molucas, pero el General Spínola gana las campañas militares acometidas en los Países Bajos. La flota española vence a los holandeses en la costa venezolana y destruye los barcos marroquíes en el Mediterráneo. En 1606, la lucha está comprometida con el control del Estrecho de Malaca, altamente estratégico. La guerra se libra contra los mapuches en América del Sur y contra otros enemigos, europeos y africanos, en las sabanas del continente negro. Ante la formidable coalición que los asedia, los españoles son vencedores contra los holandeses en el Caribe y en la costa de Portugal. Se hacen amos del Pacífico. En 1607 y 1608, la lucha entre España y las Provincias Calvinistas Unidas continuó en África, pero los holandeses cesaron las hostilidades. Los levantamientos amerindios terminan. Los ingleses atacan Buenos Aires, en Argentina. Todavía hay combates en aguas indochinas y alrededor de las Molucas.
El joven rey, que quería la paz, tuvo que apoyar una guerra de diez años en todo el planeta, obligando a sus ejércitos a librar 162 batallas. La historia que se enseña comúnmente retiene de esta formidable y ubicua conflagración solo unas pocas batallas importantes, solo ganadas o perdidas en Europa, especialmente en Flandes, en concreto en Nieuport y Ostende. La ruptura de los Países Bajos, entre un norte predominantemente calvinista y un sur que sigue siendo católico (pero sin la austeridad y el rigorismo de Felipe II), es ahora un hecho consumado. El destino del gran humanista e historiador de Brabante, Just Lipse (Justus Lipsius o Justo Lipsio, 1547-1606), cuyo nombre real es Joost Lips, es emblemático a este respecto. De hecho, este discípulo de Erasmo, pacifista, partidario de una paz religiosa con algunos "acomodos razonables" permaneció católico como su maestro, pero sin fanatismo, y durante muchos años enseñará a Leiden, la nueva universidad protestante, destinada a reemplazar la de Lovaina, la cual permanece bajo la soberanía real española. Pero el fanatismo de los calvinistas le causa repulsión. Escribe De una religione, reclamando, para cada reino o imperio, una unidad confesional que, si es necesario, debe ser garantizada por la fuerza. Esta posición es inaceptable para los protestantes (como para los marranos, árabes y conversos en España). Regresó a Lovaina y se convirtió en el historiador oficial de Felipe II, quien le perdonó sus errores erasmianos. Para apaciguar a los nativos de nuestros Países Bajos, a quienes no les era de su gusto porque no hablaba sus idiomas, el rey llamó a su hija Isabel, gobernadora de los Países Bajos reales, que ella administró con el Archiduque Alberto de Habsburgo, su marido austriaco. La pareja es perfectamente aceptada por la población que, como resultado, permanece fiel al legado de Borgoña-Habsburgo. España ahora conserva una base territorial en el noroeste de Europa para enfrentar a sus enemigos ingleses, holandeses y franceses. Será, para esta región, la mía, un "siglo de aflicciones". Como para los alemanes, por otra parte, que poseen desde entonces una obra literaria de primer orden: el Simplicissimus de Grimmelshausen. Para los franceses, será, por el contrario, el "Gran siglo".
La participación en este imperio está clara, imperio del cual seguimos siendo la matriz inicial desde los duques de Borgoña y sus esposas anglo-portuguesas (Isabel de Portugal, esposa de Felipe el Bueno) e inglesas (Margarita de York, última esposa de Carlos el Audaz). Esta veta portuguesa o anglo-portuguesa es, sin duda, otra historia épica y edificante que algún día deberíamos recordar a nuestros amigos. Me limitaré a decir aquí que Isabel de Portugal o Isabella de Borgoña, según las fuentes, era la hermana de Enrique el Navegante, el príncipe portugués que inició la apertura de Europa, favoreciendo las expediciones navales, creando una escuela de conocimiento geográfico y técnico práctico en Sagres. Isabel era una diplomática formidable, mucho mejor que su marido. Margarita de York es la que ordenó la fusión de las herencias de Borgoña y Habsburgo, invitando a su nuera, María de Borgoña, a casarse con Maximiliano, el hijo del emperador germano Federico III, para enfrentar al bando anti-borgoñés dirigido por Luis XI y que venció a sus ejércitos que arrasaron Artois y Hainaut.
En consecuencia, este legado debe incitarnos, hoy, a permanecer en su lógica y a querer:
1) Una apertura perpetua de Europa, que no puede sobrevivir a largo plazo, limitada a la pequeña península en el extremo oeste de la masa de Eurasia. Este deseo de abrirse ahora debe alentarnos a promover políticas favorables para los BRICS, los objetivos euroasiáticos y los proyectos chinos de la rutas de la seda .
2) Una unidad innegable de todos los componentes del continente europeo, como Erasmo, Laguna y Carlos V querían.
3) Una lucha sin debilitarse contra todas las sediciones y las lucubraciones ideológicas o religiosas que traen disensiones inútiles, vector de conflictos civiles, como temía Lipse.
4) Una tensión activista permanente para mantener siempre una fidelidad inquebrantable a este patrimonio.
La lógica existe. Durante siglos. Hay que hacerla funcionar. De nuevo. Simplemente.
Robert Steuckers
Forest-Flotzenberg, febrero 2019.
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